El ciclo del Espai 13 para el curso 2016-2017, comisariado por Jordi Antas, se titula Un pie fuera. Expediciones y diásporas. La pertenencia y la ruptura son dos de las ideas clave que harán de hilo conductor; los artistas del ciclo, que trabajan desde la periferia de los circuitos habituales, abordarán estas ideas con procesos y preguntas diferentes. Isabel Galí, periodista de la sección de Internacional de los servicios informativos de TV3, ha vivido y trabajado como corresponsal en Suramérica y Oriente Medio. Le hemos pedido que comparta su punto de vista personal sobre lo que significan para ella la pertenencia y la ruptura.
Del marcharse para crecer a «El viaje de Muna»
Vivir fuera es que el tiempo se pare en un lado del mundo y se acelere en otro. No es el efecto de los jet lags ni de las diferencias horarias. Es un tiempo subjetivo interno y caprichoso que alborota emociones y modifica prioridades. ¿A quién pertenecemos? ¿Dónde? Los psicólogos y los sociólogos deben de haberlo estudiado y hablarían de ello con más propiedad, pero qué aburrido sería explicar las intuiciones que te proporciona una vida nueva a través de un titular científico, ¿no?
Me ha tocado marcharme a vivir fuera por lo menos tres veces. Hablo de ese marcharse que hace que te quedes con la sensación de dejar atrás un tramo de tu vida para abrir uno nuevo. Y no recuerdo sentimientos negativos en ello. Tal vez sí nudos de estómago, incertidumbres y quebraderos de cabeza lingüísticos, pero nada más. Con el tiempo pienso que, claro, yo me marchaba voluntariamente, con una mochila de ilusiones a cuestas. Y lo único que me preocupaba de verdad era saber regresar. Saber readaptarme al lugar de siempre, a la vida de siempre, a la gente de siempre, sabiendo que yo ya no sería la misma de siempre. Con el tiempo he entendido que, si me hubiese tocado marcharme a la fuerza de mi casa, de mi país, o separarme de mi familia, sin poderlo elegir, los sentimientos habrían sido otros muy distintos. De rabia e impotencia como mínimo; seguro que también de muchísima tristeza.
Los reportajes que más han calado en mi aprendizaje vital como periodista han sido los de personas que ponemos bajo la etiqueta de «desplazados y refugiados». Ahora todo el mundo habla de esta cuestión, pero me tocó entrar en ella hace ya por lo menos trece años, en Oriente Próximo, en la segunda y más definitiva de estas tres experiencias vitales de ruptura de las que os hablaba al principio. Entender el lamento de un señor de ochenta años del campo de refugiados de Dheisheh, en Belén, mostrando las llaves de la que fue su casa en Deir Aban, un pueblo árabe del Israel actual, a tan solo veinte kilómetros, no es una tarea de un segundo ni de un minuto. Entenderlo de verdad y ser capaz de transmitir esa reivindicación que en un primer momento puede parecer solo simbólica e incluso absurda, lleva tiempo, mucho tiempo; exige una cierta experiencia, un esfuerzo de empatía despojado de buenismo y de sentimentalismo endulzado. «Porque, en el fondo, es peor tener el objeto de tu deseo bien cerca que mucho más lejos, kilómetros y fronteras más allá», pensé en aquel momento intentando explicármelo.
Pero, en el fondo, lo que aquel señor quería era demostrarme que la Historia había sido injusta con él y que, pese a haber logrado sobrevivir, seguía siéndolo. Porque de su pueblo, de su casa, no quedan más que escombros, paredes de piedra que quizá querría poder reconstruir algún día, un día que, sin embargo, no llegará jamás. Interesante fue, en este sentido, acompañar en una jornada de rodaje al artista Domènec y Sàgar Malé para la producción de la obra 48_Nakba. Allí, con una simple mirada y un cartel, está todo este poso.
También he vivido en Colombia, del 2010 al 2012, donde he conocido algunas de las historias más desgarradoras. La violencia inherente al desplazamiento es nauseabunda, angustiante. Hasta que no ha llegado la guerra de Siria, Colombia ostentó durante años el triste récord de ser el país del mundo con más población desplazada y refugiada junta, más de cinco millones. Personas obligadas a marcharse de casa una vez y que al cabo de un año o dos han tenido que volver a marcharse, bajo peligro o amenaza de muerte. Personas perseguidas por estar en un lugar codiciado por grandes multinacionales, o por ganaderos sin escrúpulos, o invitadas a huir a golpe de machete y de terror.
Esther Polo es una de estas personas. Es hija de una campesina superviviente y resistente, la fundadora del proyecto del Valle Encantado, María Zabala. Al conocerla, enseguida vimos que le había tocado madurar antes de tiempo. Cuando asesinaron a su padre, un simple campesino del departamento de Córdoba, ella estaba todavía en el vientre de su madre. Ahora dedica su tiempo a formarse como abogada para, algún día, poder defender a aquellos a los que nunca nadie ha defendido. La suya es una lucha callada, silenciosa y clarividente, que no se acabará con los acuerdos de paz, lleguen como lleguen. Porque, con o sin acuerdos, Colombia seguirá siendo durante tiempo un país donde nacer pobre significa estar condenado a tener que vivir abusos e injusticias de por vida.
Sin quererlo he acabado hablando de refugiados y desplazados y no era la intención inicial. Este «fenómeno» —por no decir «esta cruda realidad»—, este «problema», como se empeñan a calificarlo algunos, este —esto sí— «tema de debate» periodístico, político e intelectual, conforma inevitablemente nuestros pensamientos particulares en estos tiempos que corren. Y lo hace querámoslo o no, aunque aquí no hayamos vivido una entrada masiva de gente de fuera, como ha sucedido en Italia, en Alemania o en Francia.
En estos tiempos de Twitter y pensamientos rápidos hay una idea que flota en el ambiente repetidamente, con obstinación. Y son pocos los que se atreven a verbalizarla, de lo dura y cruenta que suena. Pero está ahí. El primero a quien se la leí es a Boaventura de Sousa: «Los refugiados no son tan humanos como lo somos nosotros. Tienen más deberes que derechos. Nosotros [se refiere a los europeos] siempre convertimos a parte de la humanidad en inferior. No hay concepto de humanidad sin des-humanidad». Y aún sigue, la entrevista es demoledora. También le he leído esta idea a la joven promesa del laborismo inglés Owen Jones, en una serie que el The Guardian realiza con el Diario.es: «Los refugiados son un grupo que ha sido deshumanizado sistemáticamente: si creyéramos que son como nosotros o como nuestros hijos, no toleraríamos que se ahoguen en masa en el Mediterráneo».
Quiero terminar con una nota musical que puede ayudar a nuestros hijos a digerir estas historias. Es probablemente una de las canciones sobre refugiados más bonitas que haya escuchado nunca. Se titula «El viaje de Muna», la firman los The Pinker Tones y la canta Sílvia Pérez Cruz. En el vídeo del enlace la canta en castellano, pero en catalán suena igual de preciosa y tan real como «L’emigrant». Con el tiempo, los hijos, la familia y las amistades que aguantan el paso de los años acaban siendo el lugar de pertenencia. Las rupturas, si las ha habido, se diluyen en el pasado.