La arquitecta Lina Bo Bardi, a quien la Fundació Joan Miró dedicó una exposición sobre su fuerte conexión con el dibujo, concebía sus proyectos como espacios accesibles para todo el mundo, llenos de naturaleza y de vida. Sus acuarelas de escenas urbanas también están llenas de vida cotidiana, como la pieza que ilustra la atmósfera de la Praça Getulio Vargas de Río de Janeiro en 1946. Amanda Bassa se zambulle en esta imagen y en los sonidos que la acompañaban en la exposición para crear un texto literario que juega con los mundos paralelos de dentro y fuera de la acuarela.
Praça Getulio Vargas
Nota: recomendamos leer el texto escuchando el audio de la exposición Lina Bo Bardi dibuja, cortesía de la Fundación Phonos
Ahora era casi de noche y todo parecía lleno, pesado, un perro ladró a la espalda de un hombre. Hubieses jurado que la serpiente de vehículos y el ansia de los peatones atravesaba la sala, haciendo temblar tu reflejo en el cristal. En realidad, todo aquello sucedía al otro lado.
Se había hecho tarde. Para todo el mundo. La hora en que los conductores ya tendrían que haber salido del centro, del coche, traspasado la puerta de casa, aflojado los dedos del asa del maletín, acariciado a sus hijos, las bocinas se interrumpían las unas a las otras. Un momento delicado, incluso, en que la multitud de las colas ya tendría que haber entrado en la estación de metro, comprado las entradas para el multisalas, localizado su asiento en platea, primer aviso, la prolongación alarmante de una r de timbre antiguo.
Podría ser jueves al anochecer, también. Pronto encenderían las farolas. Sin embargo, nadie las había echado de menos: los neones comerciales y los llamativos letreros del bulevar hacía rato que apuntaban el destino de los paseantes. De este lado, casi no quedaba nadie. Hubieses esperado silencio. Más allá del cristal, el calor se había vuelto asfixiante y las voces subían sin freno, porque apenas percibían el límite del cielo.
El viento húmedo insinuaba mucho más que el fin de la tarde.
El viento personificado tenía esta y otras virtudes extraordinarias y útiles y oportunas, ahí fuera y en el interior de muchas historias. Aquel viento fastidioso hacía crujir la densidad de ramas del parque como quien incita a la murmuración, y aplacaba la corona de la palmera, que cedía y cedía. Asentía con estereotipias a una pregunta aún por formular.
El sonido de la copa de los árboles al crecer.
El nervio de les hojas pronunciándose.
Todo ganaba intensidad y, tras un golpe de vacío, estalló un aguacero.
De los poros del asfalto, dilatado y reluciente, subía un vaho de bochorno alquitranado que adormilaba. Lo viste en los ojos lentos de una mujer llevada del brazo por la prisa de otro. Si seguía por ese camino, desaparecería. Tu atención se enredaba en ella sin querer, porque, de tan callada, era un agujero extraño en aquel paisaje. Te pareció que no; que sí estaba. Que no era ninguna ausencia ni ningún desgarro Pero que se había replegado como en una vaina, tal vez para evitar mojarse. Y que los gritos se le habían quedado por dentro. Cerraste los párpados y soñaste su sueño de otro modo.
Empapada de aquella lluvia caliente, la gente a su alrededor se hinchaba como maíz al rojo vivo. Llegado un punto crítico, desde arriba, los veías explotar sincopadamente en semiesferas de colores protectores. Todos aquellos paraguas emitieron el característico plop al abrirse; el ruido analgésico y pertinente de los mecanismos. Porque era prudente cobijarse: la lluvia amenazaba con disolver el tránsito, el gentío y toda aquella escena líquida en un riada sucia que borraría la avenida de un porrazo, se escurriría por las cloacas y se libraría al rugido subterráneo que, sin querer saberlo, pisas.
O limpiaría el ambiente. Y ya.
De los que transitaban por aquel paréntesis cuadrado de calle nadie parecía dispuesto a perder la posición ganada por cuatro gotas. Un grupo de peatones charlaba animado entre los coches, por encima del zumbido de los motores en punto muerto. En aquella ciudad las conversaciones tenían más autoridad que los semáforos. Algunos conductores, acostumbrados, se sumaban al alboroto berreando ocurrencias desde las ventanas o pregonándose las novedades de la familia y el trabajo y las chorradas de un carril al otro. Desde un camión que transportaba fruta subieron el volumen de la radio a decibelios de fiesta. Con aquellos colores maduros, el bullicio ácido y toda aquella procesión de vehículos indolentes detrás, hubieses dicho que presidía la comitiva de carnaval fuera de calendario.
En una esquina, una pareja se saludaba a distancia, sonoramente, paso febril, cuerpo enarcado, brazos en flecha, como si cogieran impulso para culminar una acrobacia de swing. Su jolgorio era un escudo de ondas concéntricas; abría un claro en la calzada. Y muchas familias aprovechaban la música caótica del atardecer para sincronizar sus pasos naranjas camino a casa. Tan tarde y todavía veías a niños dando vueltas por la plaza: preescolares, pequeñajos y grandullones; únicos, con hermanos y mellizos; con capelinas, sombreros o sombrillas; sólidos, voladores, silvestres. La gente estaba por todas partes, desbordando las aceras y los contornos propios con un barboteo fluido, formando hileras coloreadas o masas felizmente ecualizadas. Te acercaste al cristal, atraída por la vibración grave y rítmica de un latido.
«La Fundació tancarà les seves portes d’aquí a cinc minuts. La Fundación cerrará sus puertas… in five minutes.» Tras el mensaje de megafonía, el vigilante de sala carraspeó y la ambientación sonora de la exposición se detuvo. Los demás visitantes tomaron cuerpo desde los ángulos, mientras que, en un movimiento inverso, casi coreografiado, los cuadros se allanaron sobre las paredes.
Todo el frenesí de la Praça Getulio Vargas se congeló de golpe.
Sus historias, animadas por el sortilegio de los sonidos, quedaron resumidas en el instante perdurable que Lina Bo Bardi había plasmado en aquel dibujo. Por primera vez te fijaste en la cartela que lo acompañaba: «Praça Getulio Vargas, Río de Janeiro, 1946. Acuarela y tinta china sobre papel». Supiste que era hora de irse cuando te diste cuenta del silencio incómodo que se lo había tragado todo.
En las taquillas había un tapón de turistas que armaban un follón formidable en seis idiomas. Sus voces subían sin freno, porque apenas percibían el límite de los horarios. Carnaval fuera de calendario. En aquel vestíbulo el barullo tenía más autoridad que los relojes. Trabajo, familia y chorradas. Fiesta. Te escurriste educadamente y, antes de lo imaginado, saliste con tus cosas: bolso, abrigo, bufanda. Auriculares. Ahora era casi de noche y todo parecía denso, pesado, un grupo de insectos zumbaba detrás tuyo en seis idiomas. Los cascos te los pusiste ahí mismo. Escudo de ondas concéntricas. Abriste un claro. Te replegaste en tu vaina. Y todo aquello quedó al otro lado.
Comprobaste con disgusto los mensajes silenciados en el móvil durante ese rato —muchos y bastante importantes, casi definitivos, y ya no había nada que hacer—, y elegiste la banda sonora para desaparecer. Para bajar la montaña ya sin prisa, ni tuya ni de nadie. To Believe. Eso para empezar. Moses Sumney se esforzaba en persuadirte de que aún podías creer en algo, pero la música decía todo lo contrario. La música personificada tenía este y otros atributos extraordinarios y útiles y oportunos en el centro y en la periferia de muchas historias. The Cinematic Orchestra punteaba una guitarra de otro mundo sobre un ligado de cuerdas de esos que resquebrajan los vasos o te desgarran por dentro en un mal día. Uno de esos, generalmente jueves al anochecer, en que, comparada con el dibujo de una plaza que no habías pisado nunca, la realidad se vuelve tan frágil como un trazo de lápiz sobre un pedazo de papel.
Y en que todo lo que era sólido —como los volúmenes de un edificio, los nudos de un olivo, la placa de un miembro del personal de seguridad o los planes para el resto de la noche, de la vida— se rompe en grafismos discontinuos.
Se esfuma, se aplasta, se detiene.
Los agudos de violín se acoplaron con un acúfeno inesperado que te hizo agachar la cabeza de dolor. Cuando pudiste reenfocar los ojos, con la melodía aún punzándote los huesos del cráneo, cosida a los tímpanos, agarrotándote la mitad izquierda de la lengua, viste que el atardecer había disparado, bajo tus pies, una sombra de grafito. Miraste la mancha oscura que ensuciaba las baldosas de terracota. La remiraste y respiraste hondo su rastro de partículas suspendidas en el aire, su textura mineral, en las fosas nasales, en la cueva de la garganta. La observaste largo rato hasta que se te quedaron los ojos arenosos y te convenciste de lo imposible: que la proyección de tu silueta sobre el suelo estaba hecha de una materia que podías tocar. Te agachaste con las palmas avanzadas y hundiste la mano, que dibujó seis surcos —un sistema de cinco satélites alineados sobre una luna en cuarto menguante—, y te quedó sucia de ceniza.
Agujeros extraños en el paisaje, desgarros en el estómago.
Cerraste los párpados. Los ojos lentos. Un momento delicado. Un punto crítico. Una pregunta aún por formular. La música caótica. El sortilegio de los sonidos. El movimiento inverso. Sin querer saberlo. Primer aviso.
Y los gritos se te quedaron por dentro.
Te levantaste de golpe y esparciste un desastre de polvo negro con tus pisadas , subiste el volumen de la música sin control y sin lamentarlo y sin remedio, y aceleraste el paso hacia la salida.
En aquel pasillo helado, de líneas de fuga y caricaturas, eras lo único que se movía.