Santos M. Mateos, que se autodefine como museófago y exponauta, propone una mirada global sobre las formas de comunicación en los museos y nos invita a reflexionar sobre el cambio de foco que se ha producido en los últimos años.
Hacer que el museo sintonice con sus visitantes
Visitantes de museos los hay de muchos tipos, pero esa riqueza se está polarizando últimamente, tanto como para dibujar una caricatura que los sintetiza en dos grandes tipologías: los que visitan los museos como si se tratara de templos religiosos y aquellos que lo hacen como si fuesen parques de atracciones. No en vano, Mijaíl Piotrovsky, director del Museo del Hermitage, definía el museo como «una institución que se encuentra a medio camino entre Disneylandia y la Iglesia».
En los museos en los que confluyen ambos es donde surgen las fricciones. La cuestión es que esos museos no pueden contentar a los primeros sin ahuyentar a los segundos, y viceversa, lo que convierte la búsqueda del equilibrio en un reto mayúsculo: conseguir que los visitantes no habituales vuelvan sin que los habituales dejen de hacerlo.
Lograr que la visita a un museo sea una aventura por el conocimiento, capaz de alcanzar un impacto cultural profundo y duradero (Mikel Asensio y Elena Pol), que la gente lo vuelva a visitar (el verdadero éxito del museo, Jorge Wagensberg), pasa por asimilar definitivamente un principio indiscutible: sin los visitantes los museos dejan de serlo y pasan a la categoría de almacén. Por tanto, ha llegado el momento de dedicar las mismas atenciones a los visitantes que a las colecciones, dejando atrás el modelo de museo que trata a sus visitantes como a extraños o invitados (Zahava D. Doering).
Partiendo de esta premisa, no hay que olvidar que el visitante entra en un hábitat artificial en el que se le exige el cumplimiento de toda una serie de pautas de comportamiento (como los clásicos «no tocar las obras expuestas», «no tomar fotos con flash», etc.). Si bien es verdad que los visitantes habituales las conocen y en general las respetan, es normal que los visitantes ocasionales no las conozcan, lo que implica necesariamente que no las cumplan. Y cuando ocurre esto último el problema lo tiene ese museo, por lo que hay que pasar del lamento a la acción. Lamentarse es fácil y psicológicamente reparador, pero es inoperante si no va acompañado de acciones para revertir la situación.
Para revertirlo los museos deberían dotarse de un departamento cuyo cometido sería cuidar hasta el más mínimo detalle de los espacios por los que transitarán sus visitantes y, así, asegurar que puedan vivir una experiencia enriquecedora y confortable para ellos y sostenible para el museo. Mirar a la haute couture y a sus petites mains puede dar pistas de cómo debería plantearse un departamento de este tipo (aquí desarrollo la idea).
Entre los detalles para agasajar al visitante hay algunos que inciden directamente en su interacción con las piezas expuestas y su objetivo último es conseguir una relación sostenible. Junto a otras medidas de gestión, como el control de la capacidad de carga y del flujo de visitantes, la comunicación aporta valiosas herramientas para conseguir un mindful visitor o visitante consciente (Gianna Moscardo).
La difusión preventiva es una de las herramientas para conseguir la sostenibilidad (Mateos, Marca y Attardi). Vinculada a la interpretación del patrimonio, la conservación preventiva y la gestión de riesgos, es una estrategia de sensibilización para informar y persuadir al público visitante de la extrema fragilidad de los recursos patrimoniales. Su finalidad es muy clara: incidir en la actitud del visitante y fomentar comportamientos respetuosos y colaborativos.
Gracias a recursos comunicativos, la difusión preventiva es un instrumento de conservación preventiva y de comunicación corporativa: incide en el comportamiento que se espera del visitante y visibiliza los esfuerzos que se dedican a la conservación del patrimonio contenido en el museo.
Por ejemplo, si se quiere que no se toquen determinadas piezas, utilizando el habitual pictograma de prohibición es más que probable que no se consiga. En un espacio de cultura y de educación como el museo, la mejor opción siempre debería ser explicar los motivos para convencer de que no debe hacerse. Para explicarlo se pueden crear mensajes en forma de pequeñas píldoras de contenido, que van de lo puramente informativo a planteamientos más creativos.
En esta píldora de difusión preventiva, una simulación creada para el Museu Nacional d’Art de Catalunya, se planteaba un mensaje creativo para conseguir que los visitantes no hiciesen fotos con flash en la sala de Sant Climent de Taüll. Fuente: Mateos, Marca y Attardi.
La propia Fundació Joan Miró de Barcelona sirve de ejemplo para ilustrar el tipo de acción comunicativa que debería hacerse para dar a conocer el trabajo de los profesionales de la conservación preventiva y de la restauración: durante los trabajos de restauración in situ del Tapiz de Joan Miró y Josep Royo, entre el 8 y el 11 de marzo de 2019 los visitantes pudieron ver en directo cómo se intervenía en la pieza.
Una vez acabada, del 26 de marzo al 12 de mayo de 2019 los visitantes pudieron ver el dorso, circulando a su alrededor como si de una escultura se tratara.
Que este tipo de cosas interesan a los visitantes es evidente: nos gusta ver y que nos expliquen aquello que normalmente no se ve y no se explica. Se le llama curiosidad y ha sido uno de los motores de la evolución de nuestra especie. Por otra parte, plantear este tipo de acciones visibiliza el trabajo de conservación preventiva y restauración, proyectando una imagen clara de los esfuerzos que los museos hacen para preservar sus colecciones.
Si los museos interiorizan que son un potentísimo medio de comunicación que debería sintonizar con las personas que los visitan, es posible conseguir que vuelvan. El reto no es fácil, pero es apasionante.